Publicada: Domingo 26 de Julio del 2009 - (3714) lecturas
Pocas veces en las historias legislativa y judicial de Costa Rica, una iniciativa había acaparado tantas horas-diputado, horas-magistrado y horas-abogado como el proyecto para contar con un nuevo Código Penal; pero todo ese tiempo y ese esfuerzo han sido en vano. Se convirtieron en un penoso desperdicio de recursos que ha culminado de la manera más triste posible: la muerte por cansancio, descuido y, quizá, hasta temor. Porque, al pasar cuatro años sin ningún tipo de acción en torno a la propuesta –que llevaba doce años en la corriente parlamentaria–, simplemente venció su plazo de vida, y el expediente se hundió en el archivo; es decir, en una virtual sepultura.
¿Por qué la reforma integral a nuestras normas penales sustantivas, planteada desde la primera mitad de la pasada década como una imperiosa necesidad para modernizar y mejorar la administración de la justicia, ha tenido un fin tan indigno? ¿Por qué se le dedicaron, durante distintas etapas, tantos recursos y se tejieron en su torno tantas expectativas, para, a fin de cuentas, dejarla morir? Estas son preguntas que deben ser abordadas con toda claridad por las partes responsables, en la Asamblea Legislativa y el Poder Judicial.
Ya el presidente del Congreso, Francisco Antonio Pacheco, adelantó una respuesta que, sin embargo, es inaceptable: “Después de doce años de mantenerse sin aprobación, es porque algo debía tener mal”, fueron sus palabras. No dudamos, en efecto, de que el texto tuviese problemas, pero parte de la responsabilidad de los legisladores –tanto los actuales como sus predecesores durante los tres cuatrienios anteriores– fue mejorar, enmendar y pulir la propuesta, sobre todo por ser de tanta envergadura nacional, no desconectarla del respirador legislativo.
También es un hecho que, como han dicho otros diputados, ni en la Sala III (penal) ni en el resto de la Corte Suprema de Justicia había uniformidad de criterios sobre el enfoque más adecuado para la nueva normativa. Por años, se ha desarrollado un gran debate entre dos corrientes de pensamiento en torno al derecho penal: una que propugna sanciones más severas y un enfoque esencialmente represivo frente al delito; otra que pretende un abordaje más balanceado e incluye penas alternativas. El proyecto de nuevo Código, planteado por el Poder Judicial, se inclinaba por este último enfoque, que también hemos defendido desde La Nación , por considerar que es más justo y realista: el delito no se puede combatir simplemente llenando cárceles; este es un método que, alrededor del mundo, ha demostrado ser tan ineficaz como costoso y, a menudo, contraproducente.
Curiosamente, una vez presentado el proyecto, y tras idas y venidas de su texto, la Sala III, de donde había salido, se sumió en la ambivalencia; pero, en lugar de definir una posición o, al menos, decir que era incapaz de hacerlo, optó por la peor estrategia: dejar huérfana la propuesta. Por deber de transparencia, habría sido más correcto retirarle explícitamente su apoyo y decir por qué. Los diputados, por su parte, en lugar de asumir el deber de legislar sobre la materia, vieron, en el desinterés judicial, una justificación perfecta para tampoco definirse. No olvidemos que, en medio del discurso represivo a ultranza que ha prevalecido durante los últimos años como “fórmula” contra el delito, muchos políticos piensan que adoptar abiertamente posiciones más balanceadas puede tener un costo político.
La conclusión de todo esto, en extremo preocupante, es que ambos poderes eludieron sus responsabilidades, incluyendo la más elemental posible: definirse. Nos tememos que, tras esta triste experiencia, pasarán muchos años antes de que se pueda emprender otra iniciativa de reforma penal integral. Quizá lo mejor sea olvidarla del todo y, más bien, optar por cambios puntuales; pero ni siquiera esto sabemos porque, hasta ahora, la Sala III ha optado por el silencio.